Chiapas, México

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Tengo que confesarlo: la exuberante, misteriosa y brumosa Chiapas, fronteriza con Guatemala y depositaria de una cultura milenaria ligada a la tierra, me venció. Me rendí ante la humedad y la sensación de encontrarme en tierra extraña, donde el idioma dominante no es el español, sino el crisol de lenguas prehispánicas.

Me encantó lo colorido que es San Cristóbal de las Casas: su ruidoso mercado donde frutas y verduras de extrañas formas y colores avivan la imaginación de paladares inquietos. Me gustó su carácter relajado, sus andares tranquilos. Pero su aire internacional, lleno de rubios y rubias que explotan el yoga y otras prácticas ajenas a estas tierras, despertó cierto escepticismo en mi interior.

En San Cristobal probé las mejores quesadillas, las de Lupita. Mujer valiente que emigró de Tabasco y que pasó de tener un puesto en la calle a abrir su negocio y colgar el «todo lleno» noche tras noche.

Me impresionaron las ruinas de Palenque y me batió su perenne humedad. Culpa mía, pues ya sabía que viajaba en temporada de lluvias. Agua Azul no es azul en esta época del año y la cascada de Miso-Ha desató su furia en mí por acercarme demasiado.

A pesar de todo, cambio la lluvia tropical por los «escupitajos» británicos en cualquier momento.

El sonido, el olor a vegetación mojada, mezclada con el sonido de aves, jaguares y otras criaturas, me daban los buenos días durante mis 3 días en la jungla. La Lacandona, que recorrí únicamente con Celia, mi guía, puso a prueba mi equilibrio para andar por estrechas ramas encima de caudales de agua desbocados. Y me permitió compartir varias horas con los lacandones, sus habitantes y guardianes. Personas serias y curiosas de saber más sobre el viajero que les visita. No como los indígenas que encuentras en San Cristobal, a los que cuesta convencer de que una fotografía suya es el mejor recuerdo para esta viajera.

San Juan Chamula hizo que mi vello se erizara al contemplar los rituales que tienen lugar en el interior de su iglesia. Cuesta explicarlo y no está permita la toma de fotogragías, así que vayan, véanlo y aprendan de algún local que les explicará lo qué está sucediendo allí dentro a cambio de una propina.

El paisaje de Chiapas desde el autobús es la imagen más viva que conservo en mi cabeza. Densa jungla, brumas bajas, micro segundos contemplando el paso de personas que van y vienen realizando sus quehaceres más cotidianos y que resultaban completamente alejados mi vida.

Chiapas me pareció impenetrable. Haría falta una estancia más larga para ganarse su corazón, aceptar su pasión y comprender que a veces no tenemos que comprenderlo todo.

Publicado por Lucia Burbano

Periodista independiente. Vivo en Londres desde el año 2010.

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