Hace ya varios años que fantaseaba con vivir la experiencia del día de muertos en México. Digo experiencia porque desde la distancia y la fantasía intuía que ésta no podía ser una festividad simplemente contemplativa. Y no me equivocaba.
Desde el primer momento que llegué a la bellísima Oaxaca el día 30 de octubre de 2013 –tras unas 7 horas de trayecto en autobús desde Tuxtla Gutiérrez, capital del estado de Chiapas- la ciudad respiraba a muertos en el sentido más opuesto al que nos imaginamos los no mexicanos.
Mujeres agolpadas en las calles vendiendo cempasúchil, nube y terciopelo, las aromáticas flores que decoran los altares y cuyos olores se fusionan con el del copal, una resina que se quema como el incienso.
Excitación en las calles. Niños disfrazados que no pueden contener la emoción de saberse libres para poder practicar triquiñuelas. Los adultos tampoco son vergonzosos. A las tradicionales calaveras se les han unido personajes de terror originarios de otras latitudes, como brujas y dráculas; pero aún así, la Catrina sigue siendo la reina de la fiesta. Bandas y fanfarrias inundan constantemente y con un sano desenfreno, el zócalo de Oaxaca.
Muy recomendable visitar los cementerios la noche del 31, donde sí sucede todo lo que imaginé al otro lado del Atlántico y más. La gente se junta en masa para celebrar, llorar y bailar, beber mezcal y chocolate, comer pan de muertos. Mi única queja va dirigida al visitante extranjero, que en muchos casos y con poca cortesía, acerca demasiado la lente de su cámara fotográfica a aquellos que desean velar en silencio a sus muertos.
Una extraordinaria celebración que me genera una sana envidia. Porque tras el folclore, los colores, la música y alcohol se esconden sentimientos más profundos y generosos: durante unos días, los mexicanos resucitan a sus muertos y les invitan a celebrar la vida con los vivos. Ojalá me celebren así cuando deje este mundo.